La certeza de no saber…
Hay directores que se especializan en un tipo de cine y se sienten cómodos allí. Eso es lo que saben hacer y lo hacen bien. Otros exploran géneros o hacen películas “autorales” y no hay ninguna regla que diga que eso está mal. El éxito o el fracaso depende a veces de múltiples factores que no explican nada: los filmes “de festivales” no suelen ser festejados por los grandes públicos, así como aquellos que la crítica cataloga como “imperdibles” y resultan finalmente ajenos a la sensibilidad de las mayorías. No hay normas que indiquen cuándo y cómo una película va a ser un éxito, y menos aún cuándo va a reunir esas dos envidiables cualidades: aplauso crítico y gran recepción pública.
Entonces lo mejor para un director con afanes creativos es no preocuparse por ello, no estar pendiente de los festivales ni de la crítica ni de la boletería. Hacer, en fin, lo que él siente que le pertenece, que le es afín, que va a dejarlo conforme consigo mismo y en paz con su espíritu. Tal vez eso es lo que hizo que el argentino Carlos Sorín, luego de sus primeras experiencias con “La película del rey” (1986) y “Eversmile New Jersey” (1989) se dedicara largo tiempo a la publicidad antes de regresar a dirigir cosas de las cuales no estaba convencido. La primera era un respetable experimento de cine dentro del cine y la segunda una historia bizarra que nadie quiso ver. Sorín tenía que encontrarse a sí mismo antes de volver a la gran pantalla.
Y lo logró con “Historias mínimas” (2002), que se ambientaba en la Patagonia con pequeñas anécdotas simpáticas y a menudo entrañables, a la que siguió “El perro” (2004) dentro de la misma tónica. Sorín se afirmó como un director distinto, personal, que sabía sacar partido de los lugares desérticos, los actores improvisados y el ritmo pausado que se acompasaba con una acción mínima y con personajes comunes y reconocibles. “El camino de San Diego” (2006) arrancaba en un rincón de Misiones y desarrollaba una verdadera road movie en torno de un humilde trabajador cuya mayor ambición era entregarle personalmente un regalo a su ídolo Maradona.
No había villanos en todos esos filmes. La gente era esencialmente buena y servicial, un mundo casi ideal que se ubicaba en parajes al parecer incontaminados por la maldad, la ambición o la envidia. Un giro algo inesperado fue el de “La ventana” (2007), que no incluía ningún viaje sino el proceso interior de un anciano (Antonio Larreta) enfrentado al último día de su vida. La variante no cambió el estilo visual de Sorín ni su esmerada búsqueda del detalle mínimo que enriqueciera su anécdota, aunque un toque melancólico y crepuscular dominara inevitablemente el entorno de su protagonista.
Y ahora la sorpresa. El gato desaparece viene a mostrar a un realizador maduro y comprometido en un cine de género, como si quisiera probar que puede manejar otros temas y hasta intentar fórmulas más comerciales y elaboradas. Pero no hay que engañarse: aun en esta especie de psico-thriller, con escenas de tensión y suspenso muy bien defendidas por actores profesionales, Sorín sigue otorgando el primer lugar a una cámara muy inquisitiva, a los encuadres intencionados, al manejo del sonido y de la música con énfasis especiales, a los silencios que refuerzan el drama, al pleno dominio de un lenguaje cinematográfico de primer nivel, esta vez utilizando con eficacia la pantalla ancha, la iluminación y la profundidad de campo.
El asunto se refiere a Beatriz (la excelente Beatriz Spelzini), una señora de clase media-alta que muestra su nerviosismo cuando su marido Luis (Luis Luque) es dado de alta de un hospital psiquiátrico en donde estuvo internado varios meses por haber agredido violentamente a un colega presa de un ataque de locura motivado por los celos. Beatriz no sabe si Luis está curado del todo y nadie puede asegurárselo plenamente, pero disimula mal sus nervios cuando tiene que volver a convivir con ese hombre que luce un aspecto bonachón e indiferente, no se sabe si porque está sedado o porque es una fiera dormida a punto de dar el zarpazo.
El ambiente de esa casa burguesa es el de un hogar de intelectuales, donde él ha sido (es) profesor universitario, ella es traductora y los hijos ya crecidos se han mudado a vivir con sus parejas. Sólo queda la empleada con retiro y un hermoso gato negro, mascota muy apreciada por Luis que sin embargo responde mal a sus requerimientos, arañándolo y desapareciendo. El drama no está enfocado sobre la difícil vuelta a la normalidad del marido, que debe readaptarse a su rutina anterior, sino sobre las inseguridades de Beatriz, que ve a ese hombre como a un extraño a quien tiene que tratar con cautela y amabilidad pero a quien notoriamente teme y recela. La paranoia crece a límites pesadillescos, aunque nada en Luis indique algo anormal o agresivo. ¿Por qué entonces el gato lo agredió? ¿Y dónde diablos se habrá metido?
El cine argentino está logrando un nivel de calidad que no solamente lo llevó a ganar un Oscar (por “El secreto de sus ojos” de Juan José Campanella) sino que ha recuperado un grado de aceptación pública que había perdido luego de aquellas gloriosas épocas en que estrenaba 40 o 50 títulos al año gracias a una industria estable y redituable. Ahora además las películas muestran un sólido nivel técnico, libretos ingeniosos, actuaciones de primer nivel y no desmerecen frente a obras extranjeras elogiadas y premiadas. Parte de ese buen momento es El gato desaparece, cuyo director demuestra que no solamente sabe crear historias mínimas sino que tiene el talento suficiente como para hacer otras cosas, como por ejemplo manejar con solvencia un tipo de cine que se caracteriza, aunque parezca un juego de palabras, por la certeza de no saber.
“El gato desaparece”. Argentina, 2011. Dirigida y escrita por Carlos Sorín. Fotografía de Juan Apezteguía. Montaje de Mohamed Rajid. Música de Nicolás Sorín. Con Luis Luque, Beatriz Spalzini, Guillermo Hönig, Norma Argentina, Tristán Colombo, Damián Guitián. Duración: 90 minutos.
Publicada originalmente en el semanario "Búsqueda" el 17/11/11
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