18 de noviembre de 2011

"El Gato Desaparece" de Carlos Sorín












La certeza de no saber…

Hay directores que se especializan en un tipo de cine y se sienten cómodos allí. Eso es lo que saben hacer y lo hacen bien. Otros exploran géneros o hacen películas “autorales” y no hay ninguna regla que diga que eso está mal. El éxito o el fracaso depende a veces de múltiples factores que no explican nada: los filmes “de festivales” no suelen ser festejados por los grandes públicos, así como aquellos que la crítica cataloga como “imperdibles” y resultan finalmente ajenos a la sensibilidad de las mayorías. No hay normas que indiquen cuándo y cómo una película va a ser un éxito, y menos aún cuándo va a reunir esas dos envidiables cualidades: aplauso crítico y gran recepción pública.

Entonces lo mejor para un director con afanes creativos es no preocuparse por ello, no estar pendiente de los festivales ni de la crítica ni de la boletería. Hacer, en fin, lo que él siente que le pertenece, que le es afín, que va a dejarlo conforme consigo mismo y en paz con su espíritu. Tal vez eso es lo que hizo que el argentino Carlos Sorín, luego de sus primeras experiencias con “La película del rey” (1986) y “Eversmile New Jersey” (1989) se dedicara largo tiempo a la publicidad antes de regresar a dirigir cosas de las cuales no estaba convencido. La primera era un respetable experimento de cine dentro del cine y la segunda una historia bizarra que nadie quiso ver. Sorín tenía que encontrarse a sí mismo antes de volver a la gran pantalla.

Y lo logró con “Historias mínimas” (2002), que se ambientaba en la Patagonia con pequeñas anécdotas simpáticas y a menudo entrañables, a la que siguió “El perro” (2004) dentro de la misma tónica. Sorín se afirmó como un director distinto, personal, que sabía sacar partido de los lugares desérticos, los actores improvisados y el ritmo pausado que se acompasaba con una acción mínima y con personajes comunes y reconocibles. “El camino de San Diego” (2006) arrancaba en un rincón de Misiones y desarrollaba una verdadera road movie en torno de un humilde trabajador cuya mayor ambición era entregarle personalmente un regalo a su ídolo Maradona.

No había villanos en todos esos filmes. La gente era esencialmente buena y servicial, un mundo casi ideal que se ubicaba en parajes al parecer incontaminados por la maldad, la ambición o la envidia. Un giro algo inesperado fue el de “La ventana” (2007), que no incluía ningún viaje sino el proceso interior de un anciano (Antonio Larreta) enfrentado al último día de su vida. La variante no cambió el estilo visual de Sorín ni su esmerada búsqueda del detalle mínimo que enriqueciera su anécdota, aunque un toque melancólico y crepuscular dominara inevitablemente el entorno de su protagonista.

Y ahora la sorpresa. El gato desaparece viene a mostrar a un realizador maduro y comprometido en un cine de género, como si quisiera probar que puede manejar otros temas y hasta intentar fórmulas más comerciales y elaboradas. Pero no hay que engañarse: aun en esta especie de psico-thriller, con escenas de tensión y suspenso muy bien defendidas por actores profesionales, Sorín sigue otorgando el primer lugar a una cámara muy inquisitiva, a los encuadres intencionados, al manejo del sonido y de la música con énfasis especiales, a los silencios que refuerzan el drama, al pleno dominio de un lenguaje cinematográfico de primer nivel, esta vez utilizando con eficacia la pantalla ancha, la iluminación y la profundidad de campo.

El asunto se refiere a Beatriz (la excelente Beatriz Spelzini), una señora de clase media-alta que muestra su nerviosismo cuando su marido Luis (Luis Luque) es dado de alta de un hospital psiquiátrico en donde estuvo internado varios meses por haber agredido violentamente a un colega presa de un ataque de locura motivado por los celos. Beatriz no sabe si Luis está curado del todo y nadie puede asegurárselo plenamente, pero disimula mal sus nervios cuando tiene que volver a convivir con ese hombre que luce un aspecto bonachón e indiferente, no se sabe si porque está sedado o porque es una fiera dormida a punto de dar el zarpazo.

El ambiente de esa casa burguesa es el de un hogar de intelectuales, donde él ha sido (es) profesor universitario, ella es traductora y los hijos ya crecidos se han mudado a vivir con sus parejas. Sólo queda la empleada con retiro y un hermoso gato negro, mascota muy apreciada por Luis que sin embargo responde mal a sus requerimientos, arañándolo y desapareciendo. El drama no está enfocado sobre la difícil vuelta a la normalidad del marido, que debe readaptarse a su rutina anterior, sino sobre las inseguridades de Beatriz, que ve a ese hombre como a un extraño a quien tiene que tratar con cautela y amabilidad pero a quien notoriamente teme y recela. La paranoia crece a límites pesadillescos, aunque nada en Luis indique algo anormal o agresivo. ¿Por qué entonces el gato lo agredió? ¿Y dónde diablos se habrá metido?

El cine argentino está logrando un nivel de calidad que no solamente lo llevó a ganar un Oscar (por “El secreto de sus ojos” de Juan José Campanella) sino que ha recuperado un grado de aceptación pública que había perdido luego de aquellas gloriosas épocas en que estrenaba 40 o 50 títulos al año gracias a una industria estable y redituable. Ahora además las películas muestran un sólido nivel técnico, libretos ingeniosos, actuaciones de primer nivel y no desmerecen frente a obras extranjeras elogiadas y premiadas. Parte de ese buen momento es El gato desaparece, cuyo director demuestra que no solamente sabe crear historias mínimas sino que tiene el talento suficiente como para hacer otras cosas, como por ejemplo manejar con solvencia un tipo de cine que se caracteriza, aunque parezca un juego de palabras, por la certeza de no saber.

“El gato desaparece”. Argentina, 2011. Dirigida y escrita por Carlos Sorín. Fotografía de Juan Apezteguía. Montaje de Mohamed Rajid. Música de Nicolás Sorín. Con Luis Luque, Beatriz Spalzini, Guillermo Hönig, Norma Argentina, Tristán Colombo, Damián Guitián. Duración: 90 minutos.

Jaime E. Costa

Publicada originalmente en el semanario "Búsqueda" el 17/11/11


"3 Millones" de Jaime y Yamandú Roos


¡¡¡Uruguay nomá…!!!

¿Qué pasa con el fútbol en Uruguay? ¿Qué es lo que hace que nos emocionemos, gritemos hasta quedarnos afónicos, discutamos o nos abracemos con un extraño que está al lado nuestro, y lloremos cuando un nudo nos aprieta la garganta y nos saltan las lágrimas? ¿Es tradición, es orgullo, es pasión, es fanatismo, es algo desmedido o un impulso que llevamos todos adentro? Al momento mismo de escribir estas líneas tengo ese nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. ¿Soy un cursi, un sentimental, un nostálgico incurable, un blando de corazón? Nooooo. Soy un tipo que tiene sus años y tuvo la suerte de vivir lo de Maracaná, lo de Suiza 54, lo de México 70 y lo de Sudáfrica 2010. Y varias Copas América hasta la del 2011. Y el Mundialito de 1980. Soy, en fin, un uruguayo medio que siente el fútbol como algo propio, como parte de su esencia, como un sentimiento íntimo, profundo, inexplicable. En fin, soy uno más del montón, uno entre tres millones.

Algo de eso es lo que Jaime Roos y su hijo Yamandú se propusieron captar cuando programaron un encuentro con motivo del Mundial de Sudáfrica, un pretexto para hacer algo juntos, para compartir cosas, para pasarla bien. Porque Yamandú (31) vive en Holanda y es fotógrafo, así que ambos no tienen muchas oportunidades de verse. Y Jaime (56) es simplemente Jaime, uno de los músicos más populares y queridos de Uruguay y de Latinoamérica. Es probable que cuando planificaron esta película documental no soñaran hasta dónde iba a llegar la selección uruguaya. Filmaban y filmaban, y luego se vería el resultado. Jaime es el narrador y el libretista, Yamandú maneja la cámara y habla español con acento, así que prefiere hacerlo en inglés con subtítulos.

Pero hay algo que trasciende y se transmite al espectador: la camaradería, la complicidad, el cariño de padre e hijo, la felicidad de estar juntos haciendo algo en común. Con uno cantante y el otro fotógrafo, era difícil que se les viera colaborando en algún espectáculo. El fútbol los une, como lo hace con mucha gente que frente a la Celeste se olvida de rivalidades partidarias. Como cuando cada uno se convierte en parte de esos tres millones.

La película, además de tener humor, sabe hacer cómplice al espectador de esta aventura sudafricana en pos de algo utópico que parece a priori imposible. Porque Uruguay nunca va a un Mundial para quedar por el camino y volverse a casa a las primeras de cambio. Uruguay va a ser campeón, porque la historia lo obliga, porque a pesar de que parezca imposible competir con selecciones poderosas de países del primer mundo siempre guarda una esperanza, siempre sueña con la gloria, siempre espera que aflore aquella vieja garra charrúa que muchos creen enterrada en el pasado. Siempre, en fin, sigue creyendo en milagros.

La pantalla achicada muestra material de Tenfield transmitido por VTV o filmaciones de Sergio Gorzy para “Cámara celeste”, pero el formato se agranda cuando se ve lo que registra la cámara de Yamandú o cuando se ven las jugadas de los partidos en las propias emisiones de FIFA en vivo y en directo. Todo ese material que está hábilmente compaginado, se hace ameno y llevadero, más aún porque el espectador uruguayo conoce a los protagonistas, ve caras que le son muy familiares, se adentra en la intimidad de los jugadores, es partícipe de las bromas, se hace cómplice de la famosa camaradería del plantel, la siente como propia, disfruta en todo momento. Y allí está Ghiggia, el héroe de Maracaná, tan humilde como si no supiera que es un ídolo venerado por varias generaciones, un jovial octogenario que hace sesenta años logró un triunfo increíble que se considera hasta hoy como la mayor hazaña del fútbol mundial. Y está allí, como uno más, todo un símbolo en sí mismo.

Hasta que llega el momento del debut, con los nervios contenidos, las miradas tensas, los dientes apretados, un primer empate ante Francia que es en cierta manera una desilusión. Y luego los tres goles ante el dueño de casa y otro triunfo ante México. Primeros en la serie, el arco invicto, cuatro goles. ¿Cuánto hace que no se daba eso? La primera etapa está superada, y Jaime y Yamandú siguen filmando hasta que haya que parar. Pero la cosa sigue. Victoria ante Corea y pasaje a cuartos de final. Todos se preguntan si no estará ya la misión cumplida, porque desde 1970 no se supera esa barrera.

Tremenda tensión con el empate ante Ghana, con todo un continente que apuesta por su único representante. Último minuto, la mano de Suárez, el penal errado, el alargue. Suárez se pierde el partido de semifinales, pero aún habrá que ver si se llega hasta ahí. Media hora sin goles, habrá penales. Muslera ataja dos. El Mono Pereira erra uno, pero el Loco Abreu la pica y provoca la locura. No importa lo que pase después, pero Uruguay es semifinalista y por lo menos será cuarto, como en Suiza, como en México, cuarenta años después.

Según relata Jaime, el partido contra Holanda, mostrado en detalle y con jugadas en cámara lenta, fue un robo del juez. Uruguay pierde pero no es apabullado. Juega de igual a igual y termina 3 a 2. Podría quedar tercero si le gana a Alemania, nada menos que a Alemania. Con un formidable golazo de Forlán, Uruguay se pone en ventaja por 2 a 1. Luego pierde por el mismo tanteador: 3 a 2. Nadie lo siente como una derrota. Desde 1954 no se hacían 11 goles en un Mundial. Forlán es el mejor jugador del campeonato y comparte el podio de los goleadores.

Seguro que da para festejar, porque no se logró el campeonato pero se recuperó una imagen y un prestigio que tres millones de uruguayos supieron agradecer y festejar. Para Jaime y Yamandú, ahora sí, misión cumplida. Hasta la próxima. Gracias por toda esa emoción revivida. Los de afuera son de palo. Si no lo entienden, peor para ellos. Nosotros sabemos lo qué significa. Somos pocos, claro, nada más que tres millones.

“3 millones”. Uruguay, 2011. Dirigida por Jaime Roos, Yamandú Roos. Escrita y editada por Mauro Sarser, Jaime Roos. Fotografia de Yamandú Roos, con material de Tenfield, FIFA y Sergio Gorzy. Producida por Marcela Matta. Canciones de Jaime Roos. Duración: 135 minutos.

Jaime E. Costa

Publicada originalmente en el semanario "Búsqueda" el 17/11/11