Quién lo ha visto y quién lo ve a Roland Emmerich. Este experto en demoliciones ya posó una enorme nave extraterrestre sobre Nueva York para que la hiciera pedazos (“Día de la independencia”, 1996). Luego extrajo a un reptil gigantesco de las profundidades del mar y la monstruosa criatura pisoteó sin asco la isla de Manhattan hasta no dejar nada en pie (“Godzilla”, 1998). No contento con ello, inventó un cambio climático acelerado para inundar el hemisferio norte y congelarlo en escasos minutos, dejando medio planeta sepultado en una era glacial (“El día después de mañana”, 2004). Su última contribución a esta cadena apocalíptica fue “2012” (2009), donde una predicción maya dictaminaba el fin del mundo con la más caprichosa serie de catástrofes en cadena que la pantalla puediera abarcar.
Al hombre le encanta destruir, pero nunca fue muy exigente con los libretos, por lo que todas esas películas estaban llenas de anacronismos, ridiculeces y francos disparates argumentales, porque los efectos especiales eran la atracción principal y no había tiempo ni ganas de hilvanarlos en un asunto coherente. El empacho era el resultado final, excluida toda lógica. Pues bien, como ya destruyó todo el mundo y no le queda mucho más para inventar, la emprende ahora con otra demolición menos espectacular pero igualmente perversa: nada menos que el mayor autor de la lengua inglesa, el bardo inmortal de Stratford-on-Avon, el sublime William Shakespeare.
Conociendo a Emmerich, no puede sorprender que en el intento de demostrar que Shakespeare no solo era un fraude, sino que era además un palurdo que no escribió ni una sola línea de toda la obra que se le ha imputado a lo largo de cuatro siglos, recurra a cualquier falsedad histórica, mezcle los tiempos, cruce personajes alterando adrede sus trayectorias y se afilie a una teoría que ni siquiera le es propia. Hace mucho que algunas eminencias (en franca minoría, es cierto) sostienen que Shakespeare no fue quien escribió esa riquísima obra literaria, aunque nunca se han puesto de acuerdo acerca de quién fue el verdadero autor. Unos opinan que era Christopher Marlowe, otros sir Francis Bacon, algunos se dirigen a Edward de Vere, el 17º Earl (conde) de Oxford.
Por este último se inclina el libretista John Orloff, entendiendo que Shakespeare era de origen humilde y escasa cultura, lo que no explica la frondosa erudición que abunda en sus obras históricas. Es una teoría reaccionaria y elitista, porque niega que alguien de origen plebeyo pudiera alcanzar esas culminaciones literarias, algo que estaría reservado únicamente (al menos en el siglo XVI y XVII) a las clases nobiliarias. Pero Orloff llega más lejos aún: Will Shakespeare era apenas un actor de segunda que casi no sabía leer. Cuando De Vere (Rhys Ifans) decide representar sus obras y no se anima a figurar como autor por prejuicios de la corte isabelina, elige a Ben Jonson (recordado por “El alquimista” y “Volpone”) como testaferro, pero Shakespeare se le adelanta y recibe la aclamación del público. Así nomás.
Todo ese episodio es de una inverosimilitud apabullante y no resiste el más mínimo análisis, aunque el filme comience en la época actual con el eminente Derek Jacobi (afiliado a la “teoría oxfordiana”) anunciando que se va a desenmascar el milenario fraude. Así hay que creer que De Vere (nacido en 1550) escribió “El sueño de una noche de verano” e interpretó el papel de Puck cuando tenía apenas nueve años, que tuvo un apasionado romance juvenil con la reina Isabel I (Joely Richardson) y que se casó obligadamente con la hija del consejero real, Sir William Cecil (David Thewlis), para ocultar varias indiscreciones. El folletín no se ahorra nada, alternando el pasado de De Vere con su presente, cuando ya la reina ha envejecido bastante (ahora es Vanessa Redgrave, madre de Joely) y ha tenido varios hijos bastardos mientras se discute su sucesión por no tener descendientes legítimos.
El asunto entonces trata de ser entretenido (y lo logra) no ciñéndose exclusivamente a sostener la auténtica paternidad poética sobre la obra apócrifamente atribuida a Shakespeare, sino a pintar la corte isabelina con sus intrigas palaciegas, sus conspiraciones políticas, su doble moral y sus costumbres hipócritas. También el popular mundo del teatro, con muchas escenas representadas en el estilo de la época (“Enrique V”, “Romeo y Julieta”, “Hamlet”, “Macbeth”, “Julio César”, “Ricardo III”) y los exteriores londineses donde el pueblo (llamado “populacho”) transpira y pisa el barro de sus sucias calles. Así como el teatro Globo se incendió varios años después de lo que aquí se ve, todo responde a la falta de rigor para fechas y cronologías que los eruditos se han encargado de desmenuzar.
La explicación de Orloff es que así como las obras atribuidas a Shakespeare se tomaban varias libertades históricas, lo mismo hizo él en recuerdo y homenaje a esas desprolijidades. La explicación está lejos de ser convincente, pero hay una idea que domina todas las otras: De Vere ponía en sus piezas teatrales muchas alusiones a personajes contemporáneos, especialmente los que odiaba, como su suegro Cecil (el Polonio de “Hamlet”) y su cuñado jorobado Robert (“Ricardo III”), también odiados por el pueblo y utilizados políticamente para soliviantar los ánimos contra el régimen. Todo es muy discutible pero no deja de ser divertido, como son asombrosas las tomas en picada sobre Londres (maravilla de las técnicas digitales) y espectaculares otras como el entierro de la reina sobre el Támesis helado (en verdad murió en marzo, a comienzos de la primavera). Pero con ese elenco inglés y esas reconstrucciones, Orloff y Emmerich demuelen a un genio pero no logran que nadie les crea. A lo sumo, se les puede prodigar una sonrisa indulgente. Nada más.
“Anónimo” (“Anonymous”). Alemania-Gran Bretaña, 2011. Dirigida por Roland Emmerich. Escrita por John Orloff. Con Rhys Ifans, Vanessa Redgrave, Joely Richardson, David Thewlis, Sebastian Armesto, Rafe Spall, Edward Hogg, Xavier Samuel, Sam Reid, Jamie Campbell Bower. Duración: 130 minutos.
Publicado originalmente en el semanario "Búsqueda", Montevideo, Uruguay