16 de enero de 2012



Misión: demoler a Shakespeare

Quién lo ha visto y quién lo ve a Roland Emmerich. Este experto en demoliciones ya posó una enorme nave extraterrestre sobre Nueva York para que la hiciera pedazos (“Día de la independencia”, 1996). Luego extrajo a un reptil gigantesco de las profundidades del mar y la monstruosa criatura pisoteó sin asco la isla de Manhattan hasta no dejar nada en pie (“Godzilla”, 1998). No contento con ello, inventó un cambio climático acelerado para inundar el hemisferio norte y congelarlo en escasos minutos, dejando medio planeta sepultado en una era glacial (“El día después de mañana”, 2004). Su última contribución a esta cadena apocalíptica fue “2012” (2009), donde una predicción maya dictaminaba el fin del mundo con la más caprichosa serie de catástrofes en cadena que la pantalla puediera abarcar.

Al hombre le encanta destruir, pero nunca fue muy exigente con los libretos, por lo que todas esas películas estaban llenas de anacronismos, ridiculeces y francos disparates argumentales, porque los efectos especiales eran la atracción principal y no había tiempo ni ganas de hilvanarlos en un asunto coherente. El empacho era el resultado final, excluida toda lógica. Pues bien, como ya destruyó todo el mundo y no le queda mucho más para inventar, la emprende ahora con otra demolición menos espectacular pero igualmente perversa: nada menos que el mayor autor de la lengua inglesa, el bardo inmortal de Stratford-on-Avon, el sublime William Shakespeare.

Conociendo a Emmerich, no puede sorprender que en el intento de demostrar que Shakespeare no solo era un fraude, sino que era además un palurdo que no escribió ni una sola línea de toda la obra que se le ha imputado a lo largo de cuatro siglos, recurra a cualquier falsedad histórica, mezcle los tiempos, cruce personajes alterando adrede sus trayectorias y se afilie a una teoría que ni siquiera le es propia. Hace mucho que algunas eminencias (en franca minoría, es cierto) sostienen que Shakespeare no fue quien escribió esa riquísima obra literaria, aunque nunca se han puesto de acuerdo acerca de quién fue el verdadero autor. Unos opinan que era Christopher Marlowe, otros sir Francis Bacon, algunos se dirigen a Edward de Vere, el 17º Earl (conde) de Oxford.

Por este último se inclina el libretista John Orloff, entendiendo que Shakespeare era de origen humilde y escasa cultura, lo que no explica la frondosa erudición que abunda en sus obras históricas. Es una teoría reaccionaria y elitista, porque niega que alguien de origen plebeyo pudiera alcanzar esas culminaciones literarias, algo que estaría reservado únicamente (al menos en el siglo XVI y XVII) a las clases nobiliarias. Pero Orloff llega más lejos aún: Will Shakespeare era apenas un actor de segunda que casi no sabía leer. Cuando De Vere (Rhys Ifans) decide representar sus obras y no se anima a figurar como autor por prejuicios de la corte isabelina, elige a Ben Jonson (recordado por “El alquimista” y “Volpone”) como testaferro, pero Shakespeare se le adelanta y recibe la aclamación del público. Así nomás.

Todo ese episodio es de una inverosimilitud apabullante y no resiste el más mínimo análisis, aunque el filme comience en la época actual con el eminente Derek Jacobi (afiliado a la “teoría oxfordiana”) anunciando que se va a desenmascar el milenario fraude. Así hay que creer que De Vere (nacido en 1550) escribió “El sueño de una noche de verano” e interpretó el papel de Puck cuando tenía apenas nueve años, que tuvo un apasionado romance juvenil con la reina Isabel I (Joely Richardson) y que se casó obligadamente con la hija del consejero real, Sir William Cecil (David Thewlis), para ocultar varias indiscreciones. El folletín no se ahorra nada, alternando el pasado de De Vere con su presente, cuando ya la reina ha envejecido bastante (ahora es Vanessa Redgrave, madre de Joely) y ha tenido varios hijos bastardos mientras se discute su sucesión por no tener descendientes legítimos.

El asunto entonces trata de ser entretenido (y lo logra) no ciñéndose exclusivamente a sostener la auténtica paternidad poética sobre la obra apócrifamente atribuida a Shakespeare, sino a pintar la corte isabelina con sus intrigas palaciegas, sus conspiraciones políticas, su doble moral y sus costumbres hipócritas. También el popular mundo del teatro, con muchas escenas representadas en el estilo de la época (“Enrique V”, “Romeo y Julieta”, “Hamlet”, “Macbeth”, “Julio César”, “Ricardo III”) y los exteriores londineses donde el pueblo (llamado “populacho”) transpira y pisa el barro de sus sucias calles. Así como el teatro Globo se incendió varios años después de lo que aquí se ve, todo responde a la falta de rigor para fechas y cronologías que los eruditos se han encargado de desmenuzar.

La explicación de Orloff es que así como las obras atribuidas a Shakespeare se tomaban varias libertades históricas, lo mismo hizo él en recuerdo y homenaje a esas desprolijidades. La explicación está lejos de ser convincente, pero hay una idea que domina todas las otras: De Vere ponía en sus piezas teatrales muchas alusiones a personajes contemporáneos, especialmente los que odiaba, como su suegro Cecil (el Polonio de “Hamlet”) y su cuñado jorobado Robert (“Ricardo III”), también odiados por el pueblo y utilizados políticamente para soliviantar los ánimos contra el régimen. Todo es muy discutible pero no deja de ser divertido, como son asombrosas las tomas en picada sobre Londres (maravilla de las técnicas digitales) y espectaculares otras como el entierro de la reina sobre el Támesis helado (en verdad murió en marzo, a comienzos de la primavera). Pero con ese elenco inglés y esas reconstrucciones, Orloff y Emmerich demuelen a un genio pero no logran que nadie les crea. A lo sumo, se les puede prodigar una sonrisa indulgente. Nada más.

“Anónimo” (“Anonymous”). Alemania-Gran Bretaña, 2011. Dirigida por Roland Emmerich. Escrita por John Orloff. Con Rhys Ifans, Vanessa Redgrave, Joely Richardson, David Thewlis, Sebastian Armesto, Rafe Spall, Edward Hogg, Xavier Samuel, Sam Reid, Jamie Campbell Bower. Duración: 130 minutos.

Jaime E. Costa


Publicado originalmente en el semanario "Búsqueda", Montevideo, Uruguay



“Misión imposible: Protocolo fantasma”, con Tom Cruise



Correr, saltar… tal vez volar

No hay cosa que no haga Tom Cruise en esta cuarta entrega de la saga Misión imposible. Como coproductor se nota que ha tenido carta blanca para demostrar que, a sus 48 años muy bien llevados, puede todavía posar como un joven capaz de ponerse toda la película sobre sus hombros (cosa que hace años es habitual en él), exigir que no se usen dobles en las escenas de acción y probar que su vigencia como estrella está intacta como para seguir siendo un poderoso imán de taquilla: el presupuesto del filme fue estimado en U$S 140 millones y recaudó, tras las fiestas navideñas, más de U$S 78 millones solo en EEUU, luego de su estreno el 18 de diciembre.

Lo cierto es que Cruise no luce muy diferente a cuando interpretó por primera vez al agente secreto Ethan Hunt en 1996, dando comienzo a la saga de aventuras inspirada en aquella exitosa serie de TV de Bruce Geller. Aunque los personajes no sean los mismos y las películas se apoyen casi exclusivamente en la fuerza que les imprime Cruise, los tres títulos anteriores, dirigidos por realizadores especialistas en el género (Brian de Palma en 1996, John Woo en 2000 y J.J. Abrams en 2006) han mantenido un estilo coherente, con un par de elementos clásicos como el tema musical de Lalo Schifrin y la recordada frase “esta grabación se autodestruirá en cinco segundos”. También han utilizado el humor como resorte ineludible, ya que los disparatados inventos técnicos y las extremas situaciones de peligro no podrían de manera alguna tomarse en serio y nadie pretende que eso ocurra.

Todo es un juego, ingenioso sí pero un juego al fin, que requiere del espectador cierta dosis de complicidad para dejarse llevar por la trama sin cuestionar su lógica interna, que no tiene nada que ver con la realidad sino con un universo de espías exclusivamente cinematográfico, similar al de la saga James Bond y netamente opuesto al sórdido mundo de Jason Bourne, por ejemplo. Es pura diversión, justamente la que los nuevos efectos especiales han dotado de un artificio espectacular porque permiten hacer creer lo imposible, como que Cruise está realmente escalando la torre Burj Khalifa de Dubai, la más alta del mundo, toda cubierta de vidrio y sin ningún borde de donde agarrarse, redonda y sin ángulos visibles donde afirmarse. Hay que verlo para creerlo. ¿Y sin doble de riesgo? Todavía me sudan las manos.

El asunto comienza cuando una bomba destruye parte del Kremlin y las sospechas rusas recaen en la gente del IMF, por lo cual el Departamento de Inteligencia le retira el apoyo oficial y el grupo debe actuar por su cuenta, tratando de lavar su nombre. Alguien muy escurridizo (Michael Nyqvist, el de la saga “Millenium”) intenta desatar una guerra nuclear entre Rusia y EEUU, por lo que el presidente norteamericano pone en marcha el “Protocolo fantasma”. Las correrías de Hunt no tienen entonces respiro, atravesando el mundo tras el terrorista con una escena culminante en Dubai y el único apoyo del reducido grupo integrado apenas por otras tres personas: el experto en computación Benji (Simon Pegg), capaz de manipular cualquier sistema de seguridad, la seductora Jane (Paula Patton), que piensa y pega con similar eficacia, y el enigmático Brandt (Jeremy Renner), que dice ser especialista en decodificar claves secretas pero esconde algo más. El plato está servido y sobran los ingredientes.

Para qué querría alguien iniciar una guerra nuclear y qué beneficio obtendría de ello es algo que se sabrá a su debido tiempo, luego de encuentros y desencuentros, engaños y contraengaños, tormentas de arena y luchas a brazo partido en un parking de varios pisos, con elevadores que portan autos de un lugar a otro y provocan caídas y aterrizajes que cortan el aliento. Las escenas de acción no parecen detenerse nunca y los escasos momentos de respiro sirven únicamente para plantear nuevos motivos de intriga que complican más las cosas. Y como todo depende de la urgencia por detener los planes de aniquilación de un loco, la velocidad se convierte en elemento primordial para que todo avance con ritmo trepidante. Quienes han visto las proyecciones en IMAX (solamente en las grandes ciudades del mundo) afirman que el resultado es doblemente impactante.

Para dirigir este capítulo de la redituable franquicia se eligió nada menos que a Brad Bird, un hombre que no había hecho antes ninguna película con actores reales porque se dedicaba al cine de animación, con títulos como “Los Increíbles” y “Ratatouille”. De acuerdo con esos antecedentes, Bird se muestra muy competente, porque allí también había mucha acción, y de la buena. Algunos dirán que en este tipo de entretenimientos el director es lo de menos, porque todo se planifica y ejecuta según reglas preestablecidas. Puede ser, pero todo mecanismo de relojería necesita de un experto que lo mantenga al ritmo adecuado, para que funcione fluidamente sin baches ni tropezones. Mientras Tom Cruise se encarga de correr, saltar y hasta volar, Bird se ocupa de que no se caiga, y ese trabajo sí que debió ser extenuante.

“Misión imposible: Protocolo fantasma” (“Mission: Impossible - Ghost Protocol”) EEUU, 2011. Dirigida por Brad Bird. Escrita por Josh Appelbaum y André Nemec, sobre la serie de TV creada por Bruce Geller. Con Tom Cruise, Jeremy Renner, Simon Pegg, Paula Patton, Michael Nyqvist, Vladimir Mashkov, Anil Kapoor, Léa Seydoux, Tom Wilkinson. Duración: 133 minutos.

Jaime E. Costa




Publicada originalmente en el semanario "Búsqueda", Montevideo, Uruguay